Siempre me ha gustado pensar en el número de coincidencias que se tienen que dar para descubrir un lugar, conocer una persona, encontrar una pasión… para estar simplemente en el lugar justo a la hora indicada. No podría enumerar aquí todos los giros de tuerca que me llevaron a la audición del Grupo de Teatro y Danza del Colegio Distrital La Merced, pero puedo contarles qué sucedió en ese espacio al que llamábamos teatrillo durante seis años de mi vida. Sucedió que en él descubrí la magia de poder “ser” un bufón, un conejo apresurado o una mujer secuestrada, sucedió que conocí a personas maravillosas, que aún a día de hoy siguen siendo mis amigas, sucedió que aprendí más cosas que las que alguna vez creí aprender en las aulas, sucedió que en él encontré un refugio para escapar de la incertidumbre que me invadía por no saber qué sería de mí después del colegio, sucedió que hasta me enamoré.
Como ya lo pueden notar, queridas lectoras, este artículo está lleno de nostalgia y de regresos al pasado, a un pasado que muchas no conocen, pero que hoy abre el telón sólo para ustedes.
(En escena, seis mujeres, cada una dispuesta a contar cuál fue la huella que dejó el susodicho grupo en su vida)
Katherine Mayorga (34 años, payasa por convicción, profesora a ratos por obligación, femme fatale rechazada)
Todo comenzó desde transición… Recuerdo estar en la tuna y desde afuera desear entrar a las clases de teatro que impartía la profesora Gloria; no recuerdo cómo, pero terminé haciendo las dos cosas y, desde ese momento, se empezó a gestar mi pasión por el teatro, pasión que se fue alimentando dentro de las mil actividades artísticas que nos brindó el colegio.
Cuando estaba en quinto de primaria sucedieron muchos cambios fuertes en mi vida. Tuve el primer encuentro con la muerte, mi Abuela, con quien vivía, murió; me enteré que mi mamá realizó el acto de amor más grande del mundo, pues decidió ser mi mamá a pesar de que nunca me llevó en su vientre; y me llegó la menstruación ¡Guau! En medio de tantos cambios llegó de nuevo –pero esta vez como un mesías– el teatro; con la profe de ese año, cuyo nombre no recuerdo, montamos Jesucristo Superstar y yo la protagonicé.
¡Otro cambio que olvidé mencionar! Pasé al segundo piso, donde se encontraba bachillerato. Obviamente llegué con toda la energía del mundo para seguir alimentando mi pasión por el teatro y también llegué con los cambios hormonales que trae la “aborrescencia”. Con todo esto me quedaba algunas tardes en el colegio mirando los ensayos de Las troyanas y participando como parte de los coros. Veía a mis compañeras grandes ser más grandes y majestuosas en el escenario. Yo quería ser así.
En séptimo recuerdo un episodio donde mi querida profe y maestra Lilián estaba en la puerta de mi salón solicitándome que fuera actuar, pero mis inseguridades de la “aborrescencia” me hicieron hacerle un primer desplante a mi pasión y al grupo que me abría las puertas, así que me separé del teatro por un tiempo. Cuando volví tenía más claridad y me sentía segura para afrontar el compromiso de pertenecer a un grupo de teatro. Así, Lilián me abrió de nuevo las puertas al grupo, en concreto, para interpretar a una lora con mucha personalidad. Recuerdo que Eveling, una compañera y amiga del grupo de teatro, se admiró –de forma jocosa– de mi atrevimiento con este personaje, pues me puse una trusa y encima un vestido de baño verde viche; realmente, parecía una lora de Botero. Después de esta obra, La fábula de Hortensia, la flor más petulante y tal vez la más perversa, tuve la oportunidad de conocer el teatro colombiano cuando montamos Los papeles del infierno del caleño Enrique Buenaventura y de ver cómo el teatro es un lenguaje artístico que nos ayuda a expresar realidades, nuestras realidades, desde una mirada estética no cotidiana. También tengo presente la maravillosa experiencia de crear con la palabra hablada y escrita la obra Relatos, donde nosotras, adolescentes de colegio, nos pusimos en el papel de dramaturgas y contamos una mirada de la historia de la violencia de nuestro país. Mi ultimo año de colegio estuve haciendo teatro por fuera de este, experiencia que me enriqueció y me ayudó a descubrir que quería ser una Fanny Mickey del teatro colombiano, pues no me bastaba solo con actuar y crear, también quería organizar y llevar teatro por toda Colombia; por esta razón decidí estudiar ciencias sociales para completar mi pasión teatral y gestora. En este punto he de admitir que le hice una segunda decepción al teatro, pues duré un par de años sin estar en su recinto como actriz y creadora, pero este no te olvida y es un sano amor que no puedes dejar ni olvidar, así que, por medio del clown o la técnica del payaso, volví a las tablas y me hice la productora de campo de uno de los grupos de clown más importantes en ese momento, Ku Klux Klown. A pesar de hacer mi pregrado en sociales, seguí formándome como actriz, clown, productora, gestora y hasta pedagoga, pues me tocó asumir por unos años la tarea de ser profe de teatro y sociales ¡Fantástica mezcla!
Ahora estoy buscando lograr mi meta como gestora cultural de este país y del mundo. Tengo una fundación artística enfocada en la técnica del payaso o clown y hemos llegado a muchos lugares de Colombia que han sufrido episodios de violencia y han sido olvidado por nuestros gobiernos. Hemos llegado con espectáculos y talleres teatrales de payasos. Todo esto lo he ido logrando gracias a mi transitar por diferentes espacios del teatro, entre esos, el grupo de teatro del Colegio La Merced; allí conocí grandes personas, amigas, maestras y seres humanos. Esto hace el arte: mostrar tu lado más humano para aceptarnos con nuestros fracasos, éxitos, tristezas, carcajadas, odios, amores, desamores y humanidades.
Quiero agradecer a todas las mujeres que conocí en el grupo, con algunas aun me habló y tenemos una gran amistad; también quiero darle las gracias a la profe Maribel por llevarme a recordar esta hermosa vivencia y por buscar mantener el teatro vivo dentro del colegio.
Con mucho cariño y una gran carcajada las invito a vivir el teatro, bien sea como actrices, espectadoras, creadoras u organizadoras.
Adriana Solórzano (32 años, antropóloga, profesional del equipo de género del Centro Nacional de Memoria Histórica, titiritera en sus ratos libres)
A mis 15 años ya tenía un plan muy claro para mi vida. Lo tenía tan claro que por eso mismo terminé en un lugar totalmente diferente al que deseaba por aquel entonces. Sabía que a los 22 me graduaría de una gran universidad, sabría 3 idiomas y estaría empacando mis maletas para irme definitivamente de este país a uno más decente, Alemania exactamente. Confiaba en mi plan porque había trabajado mucho por él: estudiaba, sacaba buenas notas, creía que estaba mejor preparada por haber elegido una opción de bachillerato más prestigiosa que otra, y además estaba en el grupo de teatro. Era “multitasking”, aunque en ese tiempo no se llamaba así y seguro tampoco se llama así ahora y he usado un rechinante término de la década pasada.
Al salir del colegio lo único que se cumplió de mi plan fue graduarme de una prestante universidad, de la que en todo caso me echaron tres veces, ya por voluntad propia, ya por mera negligencia. De todo lo que hacía en ese entonces, lo único que me quedó para el futuro fue el teatro; lo único que está en mi presente, aunque no esté en un cartón.
El teatro fue para mí mucho más que aprender un texto o una técnica, significó poner en diálogo (entre ellas y con su entono de manera crítica) las vidas de entre 10 y 15 jóvenes mujeres; entender que en mi país habitan muchas realidades que la mayoría ignoran, y comprender que muchas realidades habitan en la gente que nos rodea, aunque no las lleguemos a conocer nunca por el miedo que nos produce sentir y dejar ver nuestro sentir.
En ese pequeño espacio muchas nos desahogamos, nos encontramos a nosotras mismas, a la vida, al arte y al amor. Lloramos, reímos, nos hicimos preguntas, nos llegaron respuestas que no esperábamos y fue un espacio para conocer muchas mujeres maravillosas, fuertes, sensibles, críticas; sin saber que más adelante sus ejemplos me llevarían directa o indirectamente a hacerme preguntas más complejas sobre mi ser mujer en el mundo. Fue para mí y para muchas un espacio de cuidado, para ese momento tan escasos en la escuela.
Sí, montamos muchas obras bellas de las que les hablarán las demás, de ellas me quedan hermosas sensaciones: la fuerza de llenar con mi voz el Teatro Jorge Eliecer Gaitán en medio de un monólogo, la victoria de montar sin dirección una obra de Enrique Buenaventura, las lágrimas cayendo de mi rostro intentando comprender la historia de la violencia en nuestro país a través del montaje de la obra Relatos y la emoción de vivir la intensidad del amor en la tras escena.
Aprendí que el arte es una lectura sensible del mundo que refleja lo que llevamos en la cabeza y en el corazón, y que cada espacio de representación nos transforma, a veces de formas que no esperamos o no comprendemos.
Mi plan no funcionó porque le faltó eso que había vivido allí, en la experiencia del teatro; eso que era la vida misma y por eso se fue lentamente desmoronando mientras el teatro volvía a mí después de mucho tiempo. Lento pero seguro me llevó al lugar que habito hoy, y tanto me dio que allí volví a encontrar el amor.
Sairi Piñeros (33 años, geógrafa, profesora universitaria, residente en París)
Mi historia con el grupo de teatro y danza del Colegio Distrital La Merced fue una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida. Ingresé al grupo en 1996 cuando entré a 6 grado. La primera obra en la que participé fue Las Troyanas. Con esta obra participamos en varios concursos intercolegiados de teatro en Manizales y en San Vicente de Chucuri. Luego fue La vida es sueño, Los papeles del infierno, La fábula de Hortensia: la flor más petulante y tal vez la más perversa y, por último, Relatos. En realidad fueron 7 años, pues, a pesar de haber terminado mi bachillerato en el 2001, seguí participando con el grupo durante 2 años más. Cada obra se caracterizaba por incluir tanto el teatro como la danza, lo cual le daba su riqueza artística.
Desde la distancia no tengo material visual que me ayude a revivir más recuerdos del grupo; en este momento tengo imágenes de las bambalinas del teatrillo, los calentamientos en el salón de los espejos, el estrés previo a una presentación en el teatro fundadores y, en general, los ensayos. Sin embargo, hay dos momentos que recuerdo con cariño. El primero tiene que ver con la obra de teatro La fábula de Hortensia. Dentro de la vida del grupo de teatro siempre fue importante participar en los intercolegiados, uno de ellos se llevaba a cabo en el mes de octubre. En las últimas semanas de preparación para participar en ese concurso nuestra directora Lilián Parada no pudo acompañarnos, y pues nos tocó a nosotras decidir si continuábamos con la obra o no. Tuvimos ensayos difíciles, con discusiones entre nosotras, pero, a pesar de eso, no nos rendimos y decidimos continuar. Nos presentamos y nuestro mayor logro fue haber pasado a las semifinales. Personalmente, esto me demostró que, a pesar de las dificultades, la frustración que te pueden dejar las situaciones difíciles, no hay razón para dejar de seguir luchando, para perseverar en lo que te propones. Y creo que ese fue uno de los mayores aportes que me dio el ser integrante del grupo de teatro. El segundo momento tiene que ver con la presentación de Relatos en el teatro Jorge Eliécer Gaitán. Para ese momento ya no hacía parte del grupo, tuve que dejarlo por mis estudios. Al ver la obra en uno de los teatros más emblemáticos de la ciudad y del país, tuve sentimientos encontrados. Por una parte, la nostalgia de no participar, de no sentir nuevamente las tablas. Por otra parte, la alegría de ver que el esfuerzo y la dedicación de esta obra colectiva se convirtió en uno de los mejores relatos de nuestra historia. Esto me demostró la importancia del trabajo colectivo.
Por último, otro de los mayores aportes que me dejó el participar en el grupo ha sido el manejo del público, puesto que ello me ha permitido manejar con mayor espontaneidad las clases así como las presentaciones en evento académicos. Así pues, la experiencia de participar en el grupo no solo me aportó a nivel artístico, sino que también influyó en mi formación personal y profesional.
Milena Constanza Ordoñez Potes (31 años, afrocolombiana sonriente, ingeniera civil, algo olvidadiza)
Recuerdo la clase de danzas donde mi querida amiga y maestra, Lili, me puso a bailar Garabato, de Totó la Momposina; fue la primera vez que baile un ritmo afro tradicional, con la peculiaridad que mi familia de Buenaventura es. Sin embargo, en ese momento, fue tan sencillo, tan propio, esos tambores me gritaban ¡baila! y simplemente fui libre; desde entonces no he dejado de bailar.
El grupo de Teatro y Danza del Colegio Distrital La Merced fue ese espacio donde no importaban las notas o tu grado de ñoñez para ser feliz. Las bromas, las complicidades, las confrontaciones, los silencios y hasta las lágrimas nos acompañaron. En mi primera obra La vida es sueño fui estrella, árbol y silla ¡la mejor silla! Recuerdo a mi hermana mayor y a mi madre diciendo: ¡tanto ensayo para ser un árbol! Pero lo que ellas no saben es que el viento jugaba con mis hojas, lo juro, yo jugaba con el viento. Y cuando era estrella mis pies… ¡brillaban!
En mi segunda obra, Relatos, tuve un personaje “humano”, un hombre y militar. Yo sé, no suena al “personajote”, pero pude ser la mala y la más brava, cosa que en la vida normalita no es mi mejor papel. Con ese personaje, mejoré mi seguridad, dicción, pronunciación, proyección de voz, características que muchos –hasta mi madre– daban por perdidas, porque desde muy pequeña me decían que hablaba muy rápido y que nadie me entendía. Hoy sé que hablo muy rápido porque pienso muy rápido, y que aquella “normalidad” –que socialmente es aceptada– es aquella que te baja las revoluciones (rpm) al hablar y el cariño propio de paso; es la misma que te dice que calladita te ves mejor.
Años después, en la universidad, seguí mi camino de bailadora, con la seguridad y la fuerza que mis compañeras y mi maestra Lilián me dieron. Y solo por chicanear, puedo decir que viajé a Francia hace 10 años y representé a Colombia en un festival de danza bailando danzas afrocolombianas. También bailé en el aniversario número 40 de carrera artística de Totó la Momposina, en el Jorge Eliécer Gaitán, y adivinen, bailé Garabato.
Cuando miro hacia atrás, siento que el grupo me salvó. Yo me sentía rara, ajena en muchos espacios del colegio, de mis compañeras de salón y hasta de mi propia familia (¡bella adolescencia!). Pero en el teatrillo, en ese espacio oscuro, donde las luces del escenario te hacían cerrar los ojos, y el polvo mantener viva la rinitis, las encontré a ellas, mujeres valientes, raras como ellas solas, que entendieron mi rareza y me hicieron feliz.
El ser libre te lo da el arte y, en mi caso específico, ¡las danzas! Lo bonito es mirar hacia atrás y darme cuenta de que ese momento en el cole, en el grupo de danzas y teatro, fue mi punto de inflexión. Fue el momento donde comencé a ver, escuchar y sentir el mundo de manera diferente. Ahora puedo ser el personaje que quiera. Ahora puedo ser feliz con mi rareza (profe Maribel, creo que me salió bien la rima. La quiero mucho).
Por muchos años más, que siga vivo –aunque sea en la memoria– el grupo de danzas y teatro del Colegio La Merced, donde se permite soñar y creer en la magia. Y que este pequeño relato sea también el medio para decirle gracias a cada una de aquellas mujeres que me topé en ese pedacito de camino de vida, muchas de las cuales –de hecho– siguen al ladito mío después de 15 años. ¡Que viva el teatro! ¡Que viva la danza! ¡Y todo el amor que te ofrece!
Bonus track
- Canción: El día que me quieras de Gardel, utilizada como “banda sonora” en uno de los cuadros de la obra Relatos. Aquel Gardel que bailamos y bailamos años después lo volví a bailar con un tanguero argentino del que me enamoré perdidamente; no duró mucho el amor, tan solo un par de tangos más, pero ahí está la prueba de que el arte te cambia y le da magia a tu vida.2.
- Película: Billy Elliot de Lee Hall.
- Pieza de ballet: El lago de cisnes, versión masculina de Matthew Bourne.
Solo con estos tres regalos te das cuenta del valor de los maestros, el poder que tienen de transformar tu vida y, por eso, solo queda decir, mil gracias, amiga y maestra Lilián.
Lilián Parada (4x años, la gran artífice, directora del grupo desde 199x a 200x)
El grupo de Teatro y Danza del Colegio Distrital La Merced fue sobre todas las cosas una manera de hacerse a sí mismo, aprender del otro, y hoy cuando han pasado más de 13 años de dejarlo sigue siendo mi referente; esa experiencia perdura en mi identidad de profesora de arte, profesora de profesores –donde siempre me siento una aprendiz–. Y es que en el ambiente del arte siempre se es un inexperto, es el principio de reconstruirse día a día…
Creo que las artes escénicas son una necesidad en la formación de adolescentes, nos ayudan a construir identidad a partir de jugar con otras identidades, a experimentar, a imaginar, crear, debatir, etc. Conservo como el mejor recuerdo el crear colectivamente por mandato libre y voluntario. No tengo más que agradecimiento por todo lo vivido y con todos los que lo vivimos.
Yo, Eveling Garzón (30 años, latinista, candidata a Doctor –pero no de los que salvan vidas, para pesar de su familia–, madrileña por arraigo)
Mi historia, la historia que me une al grupo de mujeres que acaban de contar su versión de los hechos, también está llena de risas, lágrimas, desencuentros, descubrimientos y agradecimientos.
Creo que todo comenzó con una fotocopia mal hecha que convocaba a las audiciones para ser parte del Grupo de Teatro y Danza. Después de una audición –que hoy me parece estar al nivel de El Factor X o American idol– vi mi nombre –mal escrito, por cierto– en una lista pegada en la puerta del teatrillo. Ya era parte del grupo. Comencé por hacer papeles muy sencillos, que tan solo estaban un par de segundos en escena, pero que para mí significaban la vida. Mi primera línea oficial en el escenario fue “¡no, no hay cartas para usted!, una línea de cuatro segundos en los que mi voz –por extraño que parezca– cobraba una importancia única. Después vinieron otros papeles, quizá el que forjó de alguna manera especial mi carácter fue el del bufón Clarín, personaje de La vida es sueño de Calderón de la Barca. En la piel de ese personaje me sentía extrañamente cómoda –tal vez en otra vida fui un bufón– y, gracias a él, me convertí en una alumna relativamente popular –con todos sus pros y sus contras–. Al siguiente año, viví uno de los cambios más importantes en mi vida: mis padres se divorciaron, mi madre migró “ilegalmente” a España y mi padre se fue de la casa. De un momento a otro, me encontré sola –lo que parece ser una frase hecha en la adolescencia– y me tocó crecer –un poquito a la fuerza–. Lilián, la profe de la que tanto hablamos, por aquel entonces se convirtió en mi “mamá-hada madrina” y mis amigas del grupo, en mi familia. Dos años después, Relatos, la obra de creación colectiva, me llevó a enfrentarme por primera vez, de manera humana, con la realidad de mi país, con la historia de la violencia. En esa obra interpreté el papel de una secuestrada y tengo que confesarles que mientras escribo estas palabras se me aguan los ojos, como en muchos ensayos. Ahí descubrí que, a pesar de vivir en un barrio popular del sur de la ciudad, Bosa, y de no tener una familia con grandes recursos económicos, era absurdamente afortunada: nunca tuve a ningún ser querido perdido en una fosa común, nunca esperé la llamada de un familiar secuestrado, nunca huí con lo puesto para salvar mi vida… Así, el teatro me devolvió a la sensibilidad que, como buenos colombianos, muchos hemos perdido por el camino. Finalmente, cuando terminé el colegio, pensé en dedicarme al teatro pero sinceramente me faltó valor y, al mismo tiempo, una profesora de español, loca como pocas (sí, Maribel, es sumercé), me sembró la semillita de la curiosidad por las letras clásicas y terminé estudiando Español y Filología Clásica en la Nacho.
El teatro nunca ha dejado de acompañar en mi andadura, mi último encuentro con él fue en forma de clown, aunque no de forma profesional –a diferencia de Kathe, una payasa certificada–. Espero reencontrarme con él de nuevo en un futuro no muy lejano, mientras tanto le rindo un humilde homenaje con este relato.
(Se cierra el telón)
Muchas son las voces que este relato ha silenciado, pero el espacio y mi disponibilidad de tiempo no dieron para más. Con todo, como buena aprendiz de lingüista, les puedo hacer un listado de los sustantivos que aparecen una y otra vez en sus relatos: exploración, creación, aprendizaje, emoción, pasión, constancia, metas, sensibilidad, disciplina, risas, humanidad, intercambio, dolor, recuerdos. Y si esto no es la vida misma, entonces no sé qué es vivir. Queridas lectoras, si por casualidad el teatro toca a sus puertas, no pierdan la oportunidad de transformar sus vidas.
Eveling Garzón Fontalvo
nomeolvideis@gmail.com